Mi abuela paterna –quien era descendiente directa de esclavos africanos– solía decirme que la raza predominante en el puertorriqueño era la africana, y como evidencia aludía a lo que llamaba la “célula rítmica ancestral”. Señalaba nuestra constitución física, la forma en que caminamos, el modo en que hablamos y la inclinación musical, para ejemplificar la profundidad de la herencia negra.
El discrimen racial y el eurocentrismo institucionalizado han invisibilizado una parte fundamental de la historia que se omite en los currículos educativos, proyectando una imagen categóricamente falsa que limita y minimiza el rol de nuestros ancestros africanos a simples sirvientes y trabajadores sumisos.
Lo que conocemos hoy sobre nuestras raíces africanas viene a través de la historia oral pasada de generación en generación y algunos datos que pueden ser validados por documentos oficiales de la época.
Tras la llegada de los españoles en 1493, los primeros esclavos en arribar fueron mujeres árabes que habían sido capturadas durante las guerras religiosas que recién se habían sostenido contra los musulmanes en la Península Ibérica.
Simultáneamente, comenzó el genocidio de los aborígenes, diezmando la población arahuaca y con ella la mano de obra. Los pocos sobrevivientes indígenas se refugiaron en la zona montañosa al centro del país, mientras que otros emigraron a islas vecinas.
Ante la falta de fuerza laboral, España autorizó el envío de esclavos ladinos. Estas personas pertenecían a una comunidad negra en Sevilla, traída de África por barcos portugueses. Se les llamaba “ladinos” porque habían sido latinizados, eran convertidos al cristianismo y hablaban castellano.
No obstante, al llegar a Puerto Rico, los ladinos hicieron alianzas en revueltas de resistencia junto a los indígenas y, en su mayoría, escaparon rápidamente. Es entonces que la Corona recurre al tráfico masivo de personas esclavizadas directamente de África.
Desde puertos en lo que hoy día se conoce como Senegal, en la etapa temprana de la colonización trajeron personas del oeste y centro de África: de los grupos Ebue, Ibo, Mandinga, Yoruba y de Congo. Como esclavos venían prácticamente desnudos, la única pertenencia que tenían era la memoria de su cultura.
Muchos grupos étnicos tenían características que les identificaba. Algunos afilaban sus dientes y otros mutilaban sus cuerpos con diseños cicatrizados (tipo tatuaje) que eran representativos de estatus o posición social, permitiendo así que miembros de tribus correspondientes reconocieran a parientes, príncipes y líderes religiosos. De esta forma –entre otras– se preservaron costumbres y tradiciones dentro de la atrocidad que fue la esclavitud.
El mestizaje
De mediados a finales del siglo XVI, España enfocó su atención a la conquista y colonización de México y Perú, dejando atrás sus intereses en Puerto Rico. El pequeño archipiélago quedó básicamente olvidado por el imperio, y entró en un largo período insular.
Entre el siglo XVII y XVIII, hubo un lapso en que pasaron casi 100 años sin que llegara una embarcación oficial de la Corona española, y por más de 200 años tampoco se anclaron barcos con esclavos africanos. Es en este tiempo de abandono imperial que comienza a fraguarse el criollismo puertorriqueño.
Surgieron numerosas sublevaciones de esclavos y muchos escaparon de los hacendados para asentarse en zonas remotas lejos del alcance imperial español. Junto a indígenas y europeos pobres que huían del sistema feudal conocido como “libretas de jornada”, se concretiza la mezcla de razas y es aquí cuando la figura negra pasa a formar parte integral de la puertorriqueñidad.
Los tostones y el mofongo de plátano, los guineos, los piononos, el ñame y el quimbambó pasan a ser alimentos autóctonos. Aprendimos a tomar guarapos, a llamarle “bemba” a los labios, a la cabeza “chola” y al grupo de amistades “combo”.
Cada pueblo cuenta con al menos una botánica y hasta en los supermercados se encuentran velas de las “Siete Potencias”. Aunque intentaron erradicarlo, las autoridades eclesiásticas tuvieron que aceptar al espiritismo como religión alterna paralela al cristianismo.
Sincretismo religioso
La espiritualidad africana en Puerto Rico no tenía un libro sagrado como La Biblia, a los esclavos no se les permitía practicar su religión, por lo que tampoco había una simbología religiosa, pero al entrar en contacto con el cristianismo, los yorubas asociaron la imagen de la Virgen María con Yemayá, una deidad relacionada al agua y el mar.
Al no poder cantarle y venerar a su dios Oshún, lo hacían a la Virgen de la Caridad del Cobre; en vez de danzar para Changó, le bailaban a Santa Bárbara Bendita.
Prácticamente escudaron sus dioses detrás de la iconografía católica. Un sincretismo religioso que aún está vivo en todo el Caribe; la santería en Cuba y sus babalawos, el vudú haitiano, los misterios y gagás en República Dominicana, al igual que en el espiritismo y los paleros en Puerto Rico.
La peculiar frase que utilizamos a menudo cuando algo nos molesta “mal rayo te parta” (o la versión corta, “marrayoparta”) es en esencia una maldición de origen yoruba haciendo alusión a Changó, un dios asociado a los rayos y el fuego.
Por otro lado, la Virgen del Carmen es considerada como la “Patrona de los pescadores”, y al igual que Yemayá, les cuida cuando están en altamar. En las playas donde estos se reúnen, elaboran altares y anualmente le rinden homenaje en una procesión marítima, paseando una estatua de la virgen en un bote con flores.
En el pueblo de Loíza se realiza uno de los festivales más populares de la isla –de carácter religioso-católico– en honor al apóstol Santiago. Esto, a raíz de un aparente milagro que se suscitó hace más de 300 años, cuando una pequeña estatua del santo apareció misteriosamente en un árbol cercano a la aldea.
Uno de los aspectos más interesantes de la celebración son los detalles que este conlleva, y quienes no conocen sus raíces no pueden ver que en realidad se trata de un ritual de origen africano.
Este consiste de tres procesiones con una comparsa dedicada al apóstol: una para Santiago niño, una para Santiago mujer y otra para Santiago guerrero. Acompañando las comparsas bailan una serie de personas vistiendo atuendos coloridos y con máscaras hechas de cocos, mientras que, al ritmo de instrumentos de percusión como el bombo, la tambora, pleneras y congas, cantan frases ancestrales en yoruba, a pesar de no hablar el idioma.
Otro aspecto particular del festival es la costumbre de hombres vestidos en pintorescos y exagerados atuendos de mujer, cantando y bailando junto a la carroza de Santiago mujer. Una práctica que parece contradictoria a los estándares de la iglesia católica pero que coincide con tradiciones en la Nigeria moderna.
Al igual que la bomba y la plena siguen sonando tal como como lo han hecho por cientos de años, en la actualidad, el africanismo se manifiesta en todos los aspectos de la cultura y personalidad puertorriqueña, algo de lo que colectivamente estamos muy orgullosos.
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FOTOS: (La Mega Nota/Hugo Marín)